martes, 3 de abril de 2012

Monstruos

Nunca he tenido constancia para escribir, al menos nada de forma contínua más allá de tomar unas cuantas notas aquí y allí. Y lo poco escrito se ha ido perdiendo en unos y otros formateos o cambios de ordenador; aquí va algo de lo poco que ha sobrevivido.



Monstruos

Tres Cruces. Así se llamaba el pequeño pueblo: Villa de Tres Cruces, como las tres cruces que se hallaban a la izquierda del camino que llegaba del sureste. A la izquierda, siempre a la izquierda del camino, donde debían estar los símbolos sagrados para evitar que los monstruos y los espectros entraran en la villa. “Los hombres caminan por la diestra, los monstruos se acercan por la siniestra” – decía siempre el padre Ortega. Luego desapareció. Desde entonces no tenían sacerdote en Tres Cruces y la iglesia llevaba cerrada dos años.

Andrea era una de las pocas personas que seguían recordando fielmente al padre Ortega. Volvía a su memoria como un hombre mayor, aunque no tanto como su padre, o como los otros hombres con los que éste solía beber en la taberna. En realidad quizá no fuera tan mayor; cuando se tienen trece años el tiempo se ve de un modo diferente. Era alegre y dicharachero, activo, le gustaba viajar. Incluso le contó que había estado una vez en la capital imperial, la gran ciudad de Arkángel, y había visto al Emperador Elías Barbados. El padre Ortega solía contarle a Andrea historias de sus viajes y de cómo era el mundo más allá de los montes de Miürenheim. No había muchos niños en Tres Cruces, y la mayoría estaban siempre muy ocupados, aprendiendo el oficio de sus padres desde el momento en que eran capaces de empuñar una azada o manejar un torno. Por eso Andrea también le contaba muchas cosas al padre Ortega. Incluso se había atrevido a contarle, llorando por el miedo y la ignorancia, el momento en que empezó a sangrar cada luna.

     -          “¿Me estoy muriendo, padre? ¿Acaso estoy poseída?” – le había preguntado entre llantos.
     -           “No Andrea, es sólo que ya eres una mujer.”
     -          “¿Ya soy una mujer?” – se quedó un rato pensando las palabras del sacerdote – “ Entonces… el Cuco, las lamias, los lobos… ¿ya no me pueden atrapar?” -

Ortega rió, abrazándola.
    
     -          “Los lobos son animales, Andrea, como los topos, las ardillas… y las personas. Todos somos creaciones de Dios, todos somos importantes, todos necesarios. Pero cada uno tiene su sitio y su lugar en la creación, así que debes tener cuidado con los lobos, no alejarte mucho por el bosque.” -

     -          “ ¿Y el Cuco y las lamias?” – preguntó sin mucho convencimiento.
     -          “El Cuco y las lamias son monstruos. No debes preocuparte por ellos. Los monstruos no existen.” -

Poco tiempo después Andrea descubriría que el padre Ortega se equivocaba. Aunque él ya no estaría allí para contárselo.

Aparte de Andrea, muy pocos en Tres Cruces recordaban al padre Ortega. Solo era uno de tantos. Uno de tantos otros sacerdotes que habían llegado de Stelea intentando cambiar las cosas. Pero, como todos los demás, un buen día había desaparecido. De repente, de la noche a la mañana. Y como tantas otras veces, la capilla se había cerrado de nuevo. Ya nadie se preocupaba por los sacerdotes desaparecidos. Incluso en el monasterio de Stelea habían desistido de Tres Cruces. Estaba claro que la villa no tendría párroco. Una vez al mes, algún sacerdote de otro pueblo se acercaba a oficiar la misa. Pero ni siquiera en esas ocasiones se abría la vieja y oxidada puerta de la iglesia. “Está maldita” – decían los aldeanos entre susurros. – “solo los mostruos y los córvidos cruzan su umbral”. Y de este modo, cuando una vez al mes llegaba un párroco a Tres Cruces, los oficios se celebraban en la plaza.

Hoy sí había un párroco en Tres Cruces, aunque no era día de oficios. Tampoco se había reunido todo el pueblo, ni estaban en la plaza. Un puñado de gente se arremolinaba en el cementerio. Se apretaban unos contra otros como si eso fuera a protegerles de la lluvia, o del gélido viento de diciembre. Era tarde. El Sol ya se había escondido tras las montañas y la luz era escasa. Sin embargo nadie se había preocupado de prender antorchas. Solo estaba el cirio blanco para ahuyentar a las ánimas.

 El sacerdote tenía prisa por acabar. Se notaba. Recitaba atropelladamente el rito funerario, saltándose párrafos enteros de tanto en cuando. A nadie le importaba, solo a Andrea. El cuerpo de su madre yacía al fondo de un agujero, envuelto en una sábana que en otro tiempo podría haber sido blanca.

      -          “Chssst”.- le mandó callar su padre. – “Ten un poco de respeto por el cuerpo de tu madre.” -

Andrea ni siquiera se había dado cuenta de que estaba sollozando audiblemente. “El no la quería.” – pensó. – “Cómo podía quererla y hacerle eso?”. Sin embargo el padre de Andrea se erguía en pié con gesto solemne, manteniendo la imagen y la expresión que se suponía tenía que mostrar en un momento así.

El sacerdote realizó el signo de Cristo sobre el hoyo, y tras murmurar unas palabras en latín, se alejó a resguardarse de la lluvia. Casi todos los presentes le siguieron al momento. Su padre apenas esperó unos segundos, lo suficiente para ser correcto, y siguió a los demás en dirección a la taberna. Solo Andrea se quedó junto al cuerpo de su madre. Andrea y los dos miembros de la milicia que se apresuraban en cubrir el cuerpo de sal y volver a tapar el agujero.

Andrea observaba como la tierra iba cubriendo a su madre. Se esforzó en recordar su rostro, su pelo oscuro y brillante, su piel morena. “Es parte de mi herencia zinner, viene con la sangre.” - solía decir cuando era joven y Andrea aún una niña. Pero apenas pudo mantener ese recuerdo en su memoria antes de que volviera la imagen de los moratones, del ojo hinchado que ya no se volvió a abrir. De cómo le abrazaba, con su ojo sano inundado en lágrimas, acariciándole el pelo y diciéndole – “No es nada, cariño, no es nada. Todo está bien.”

Andrea se había quedado sola. No recordaba el momento en que los milicianos habían terminado de enterrar el cuerpo y se habían marchado. La noche era fría y cerrada, oscura. El cirio blanco se había apagado y la lluvia arreciaba con más fuerza. Un cuervo aterrizó sobre el montículo de tierra removida, picoteando en busca de gusanos desenterrados. Andrea agitó los brazos para hacerlo huir. El cuervo graznó y aleteó, alejándose unos metros, y enseguida volvió a picotear sobre la tierra removida. Andrea se alejó pesadamente, de vuelta a su casa.

Aquella noche su padre no volvió hasta muy tarde. Andrea le escuchó desde su cama tambalearse borracho, chocando con los muebles. Aquella noche su padre no entró en su habitación. Aquella noche Andrea pudo llorar a su madre en paz.

* * *

El día siguiente fue como cualquier otro día. Tres Cruces amaneció cubierta de una espesa niebla, la hierba congelada por el rocío y la noche. Las gallinas cloqueaban y cacareaban en los corrales; el martillo golpeaba el yunque en la herrería. Curtidores, alfareros, cesteros, ebanistas y esparteros se afanaban en sus talleres, mientras las mujeres barrían la entrada de sus casas.

El día era frío. La cordillera de Miürenheim seguía allí como una gigantesca muralla de piedra que cortaba los vientos más cálidos del sur. El cielo grisáceo también seguía allí, salpicado de las columnas de humo que escupían las chimeneas de las casas. Todo seguía allí. Todo excepto la madre de Andrea.

Ese día se levantó tarde, más cansada de lo habitual. Alimentó el fuego del hogar, barrió la casa, sacó un queso de la fresquera, recogió los huevos del corral, y fue a buscar agua.

El olor del pan horneándose inundaba la plaza. Se acercó al pozo y escuchó el chirriar de la polea haciendo ascender el cubo. Su prima Cemelia se acercaba, también con cántaros, a por agua. La notó incómoda, nerviosa, sin saber cómo reaccionar o qué decir.

     -          “¿Cómo estas?” – habló Cemelia al fin.
     -          “Bien… supongo…” -
     -          “Lo siento.” -
     -          “Gracias.” -

El silencio, solo roto por el chirriar de la polea, se hizo molesto. Cemelia se sintió obligada a hablar.

     -          “¿Qué vas a hacer ahora?” –
     -          “ No lo se.” –
     -          “ ¿Has visto hoy a Yose? Está muy guapo.” -
     -          “No.” -
     -          “Deberías hablar con él. Creo que le gustas.” -
     -          “ No me importa Yose.” -
     -          “Pues deberías pensarlo. Es joven, y maneja muy bien el formón y el cuchillo, será un buen ebanista. Es un buen partido.” -

Andrea guardó silencio.

     -          “Algo tendrás que hacer. Tienes que pensar en casarte. Con un poco de suerte tu padre pactará una dote con quien tú elijas.” -
     -          “No quiero quedarme aquí.” -
     -          “Si, ya. ¿Y qué vas a hacer? ¿Ser mercader? Ese no es oficio para mujeres. Además, ¿con qué comerciarías?.” -
     -          “No lo se… pero no quiero estar aquí. No quiero quedarme. Viajaré… iré al Sur. A Phaion, o a Gabriel. Quiero ver el mar.” -
     -          “Acabarás de furcia en Torda, ya lo verás. Además los caminos son peligrosos, llenos de lobos, trasgos y estriges.” -

 “Los trasgos y estriges no existen”, pensó Andrea; pero tenía miedo de los lobos. Recordó las conversaciones con el padre Ortega.

     -          “Pero si los monstruos no existen, ¿porqué están las tres cruces a la izquierda del camino?” – le había preguntado en una ocasión.
     -          “El Cuco, las brujas, los duendes y trasgos, los vampiros… esos monstruos no existen Andrea.” – le había explicado el sacerdote. – “Pero hay otros monstruos. Los hombres somos monstruos a veces. Y sólo Dios puede salvarnos de esos monstruos. Por eso la gente cree en Dios, por eso están las cruces a la izquierda del camino. La gente necesita algo en que creer.” -

Andrea apartó esos recuerdos de su mente. El padre Ortega ya no estaba, su madre ya no estaba. Cemelia no la entendía, no pensaba en nada más allá que no fuera casarse y tener hijos, que crecieran para ser ebanistas o casarse y seguir teniendo hijos, y así hasta el fin de los días. Ella no quería eso.

     -          “No se cómo. Pero algún día me iré de aquí”. – dijo Andrea, mientras se alejaba arrastrando el pesado cubo de agua.

Cemelia se encogió de hombros y siguió haciendo chirriar la polea arriba y abajo.

Cenaron queso y huevos. Después su padre se sirvió un licor y se puso a repasar las cuentas junto a la chimenea. Andrea recogía la mesa, le escuchaba maldecir y murmurar por encima del tintineo de las monedas que aún tenían. No la quería, estaba segura. No la había querido nunca. Si hubiera sido posible habría enterrado él mismo el cuerpo de su madre en el brezal, o lo habría quemado y tirado al pantano. Los oficios funerarios eran caros. Le escuchaba gruñir contando el dinero. Estaba segura de que si no fuera necesario no hubiera pagado la liturgia, la sal, el baño de cal. Pero todo eso era necesario. Si esos ritos no se llevaban a cabo correctamente, las ánimas podrían permanecer atadas a los cuerpos y levantarse como gules por las noches, o aullar con el viento llenando los sueños de pesadillas. Pero Andrea no creía en los monstruos, al menos no en los que se levantaban de las tumbas.

     -          “¡Andrea, ven aquí!” – gritó su padre apurando el licor y dejando la copa a un lado.

Ella se acercó.

     -          “Ahora que no está tu madre, tu eres la mujer de la casa.” -

Su padre siguió hablando, pero Andrea ya no le escuchaba. Sabía lo que venía a continuación. Lo había hecho otras veces, cada vez que su madre sangraba a la Luna, pero no por ello era menos doloroso. Así que apretó los dientes, y dejó que su padre le retirara el vestido.

Esa noche Andrea lloró, hecha un ovillo en su cama. Le dolía el vientre y los brazos, que se había arañado ella misma hasta hacerse sangrar. Odiaba a su padre. Se odiaba a si misma. Odiaba a Cemelia por ser como era. Incluso odiaba a su madre por haberse ido. Pensó en el padre Ortega; también le odiaba. ¿Dónde estaba ahora? ¿Por qué se había ido? ¿Dónde estaba su Dios ahora? La gente necesita creer. ¿En qué creía ella? No creía en nada; solo odiaba.

Algo golpeó la ventana.

Andrea contuvo la respiración y escuchó. Aguzó la vista en la oscuridad.

Un cuervo caminaba por el alfeizar de la ventana, golpeando el vidrio con el pico. Esa noche había olvidado cerrar la contraventana, así como echar sal, colgar los ajos, o rezar sus oraciones. No creía en ese tipo de monstruos. No creía en nada.

Se levantó y abrió la ventana. Una ráfaga de viento helado la sacudió y la hizo estremecerse. El cuervo voló al interior y se posó sobre la cama. La oscuridad se hizo más densa, el viento más frío. Ante los ojos de Andrea, el pájaro desapareció; y en su lugar ahora había un hombre, alto, envuelto en una capa negra que se agitaba en torno a él, sacudida por el viento, como un par de alas oscuras. Su rostro quedaba oculto en sombras por una capucha.

Andrea calló al suelo, asustada, acurrucada en una esquina de la habitación.

     -          “Qu… ¿Quién eres?”. – sollozó.

No hubo respuesta. La figura guardó silencio. Solo se escuchaba su respiración, fuerte y pausada. Avanzó un paso en dirección a ella. Las sombras parecían agitarse y mutar alrededor del hombre, se distorsionaban y cambiaban ante la vista.

     -          “¿Qué eres? ¿Eres un monstruo? ¿El Cuco?” – volvió a preguntar.

La figura habló con una voz grave, profunda, que parecía provenir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo, el rostro aún envuelto en sombras.

     -          “Para algunos soy un monstruo, para otros un príncipe; para unos pocos, soy mucho más.” -

Andrea dudó. Recordó el cuervo picoteando la tierra sobre la tumba de su madre. De pronto aquella figura, parada en medio de su habitación, no parecía tan siniestra. Lo vio como algo físico, algo real.

     -          “¿Eres Dios?” – preguntó.
     -          “Soy el que soy. Tú debes decidir qué soy para ti.” –

La figura avanzó un paso más. La luz de la Luna iluminó su rostro. Vio la cara del padre Ortega. “Los monstruos no existen”. Vio el rostro de su padre. “Eres la mujer de la casa”. Vio a su madre. “No es nada, todo está bien”.

La figura no se había movido. Seguía en su sitio, el rostro aún oculto en sombras bajo la capucha.

     -          “¿Estoy soñando” –

El hombre extendió los brazos señalando a su alrededor, mostrándole a Andrea su propia habitación.

     -          “¿Es esto lo que quieres soñar?” –
     -          “No…” – dudó. – “Quiero que mi madre viva… quiero volver a ver al padre Ortega, ver el mar, cruzar las montañas, irme de aquí, no quiero sufrir más” – sollozó.
     -          “Yo puedo hacer que tus sueños se cumplan, Andrea.” – alzó una mano mostrándole la ventana abierta, y el camino que se extendía más allá.
     -          “Pero… ¿y mi padre? ¿y los lobos?” –
     -          “Tu padre no podrá asustarte más. Yo te protegeré de los lobos. Camina de día, duerme de noche. Las noches serán tu descanso, los sueños tu refugio”.

Andrea dudó. Observó su habitación envuelta en sombras. Miró a través de la ventana. La plaza, el pozo con la polea mal engrasada, el taller donde Yose era aprendiz, la taberna donde su padre se emborrachaba cada noche, la casa de Cemelia, la iglesia cerrada hace años, el cementerio y la tumba de su madre… y el camino que se extendía más allá, cruzando el bosque, al sur, a la sombra de las montañas.

Miró a la figura encapuchada. Esta asintió.

        -          “¿Te volveré a ver?” –
     -          “Estaré en tus sueños, cada noche. No te dejaré.” –

Andrea cogió un abrigo de lana y salió a través de la ventana abierta. Sus pies descalzos tocaron la tierra fría y húmeda. Se giró a mirar su casa y su habitación. La figura oscura seguía allí, impasible.

Se acurrucó en su abrigo de lana, respiró profundamente el frío aire de diciembre, y comenzó a andar.

A su espalda, una oscuridad más densa que la noche envolvió la casa de Andrea. Se escuchó el crujir de una puerta al abrirse, las murmuraciones y protestas de un hombre borracho, una voz más profunda que la muerte. Los gritos no se llegaron a oír. Porque, en ese momento, las campanas de la iglesia que llevaba más de dos años cerrada, comenzaron a tañir.